Ecuador es una metonimia perfecta de América Latina. Es un pequeño país con correcta infraestructura e inexplicablemente poco turismo, y por lo tanto mucha autenticidad. Razones para visitar Ecuador sobran: es un país fácil de explorar (en esta segunda visita lo recorrí en bus prácticamente completo de sur a norte), con un acento español más que claro, el conocimiento y el orgullo de sus habitantes sobre su patrimonio, amplísima diversidad natural en pocos kilómetros de distancia y precios asequibles (quizás un poco menos ahora con la inflación y el valor del dólar estadounidense, la moneda de uso en Ecuador desde hace prácticamente veinte años). Es cierto, Ecuador también tiene dos epicentros turísticos: el paraíso de Galápagos (cuya administración funciona con admirable eficiencia) y las playas de Montañita y la costa pacífica, una especie de ruta de peregrinaje hippie chic del sur de Sudamérica. Pero hay más ¡y claro que sí! El eje central andino ecuatoriano. La selva amazónica del oriente. Y como punto de inicio de, en cierto modo, ambos, Vilcabamba.

Año 2020, diciembre. Fronteras cerradas a rajatabla en Chile (crisis de salud, y oportunidad de apaciguar la crisis política). Nos liberan, por fin, con condiciones, y quizás por poco tiempo. ¿A dónde ir? Mi respuesta automática: Ecuador. Mi amigo: ¿estás seguro? Sí, ¿vienes o vas a otro lado? Te sigo, seguramente sabes que allá estará todo bien. Y así es. Ecuador fue el primer país en América del Sur que recibió la crisis del covid-19, y fue brutal. Historias de casos de conocidos fallecidos por covid se multiplicaron en mis conversaciones con la población local. Pero, así como fue el primer país de la región en enfrentar el covid, también fue el primero en salir de ella (o al menos controlarla). Por eso para mí fue el destino evidente para esta nueva forma de viajar. Además, hace unos años atrás Ecuador ya me había sorprendido y fue el catalizador de mi conversión de turista a viajero. La ruta, esta vez por casi un mes, estaba relativamente clara, y empezaría por un enigmático pueblo del sur, Vilcabamba.
Vilcabamba es un pueblo místico pero prístino aún. Ubicado 45 minutos al sur de la primera ciudad grande del sur de Ecuador, Loja, tiene una ubicación relativamente escondida. No es fácil llegar allá. Nosotros llegamos desde Santiago de Chile al impecable aeropuerto de Guayaquil, desde donde nos desplazamos a la terminal de buses a tomar un bus hacia Loja. La ruta, hermosa, toma 9 horas y se divide en la mitad del camino pero un tercio del tiempo total de desplazamiento pasa por la ruta cercana a la costa entre Guayaquil y Machala, llena de platanales, mi árbol predilecto. Luego llega la segunda mitad geográfica (aunque demora dos tercios en tiempo): el cruce por las montañas que separan Machala de Loja, con una parada a almorzar incluida (U$3, en un comedero muy tradicional, abundante y rico).

Llegando a Loja (que tiene aeropuerto, pero que solo conecta con Quito, y de manera esporádica), tomamos un bus hacia Vilcabamba, que cruza el espléndido Parque Podocarpus, con montañas verdísimas que nos abren el magnífico valle en donde se encuentra Vilcabamba. En nuestro caso, nos trasladamos un poco más hacia el sur, a 3 minutos del pueblo, para quedarnos en la idílica Hostería Izhcayluma, regentada por un grupo de amigos alemanes que representa fidedignamente el espíritu del pueblo. Por cierto, una forma de llegar que intuyo que debe ser alucinante es cruzar la frontera entre Perú y Ecuador desde Jaén (tras visitar la arqueológica Chachapoyas o la salvaje Tarapoto) hacia Loja, en la que hay salidas diarias de buses. La ruta puede tomar muchas horas, pero al parecer vale la pena en sí misma.
Desde Santiago a Vilcabamba fueron casi 21 horas. Mi cuerpo aguantó bien, el de mi amigo en absoluto. Si bien estaba atardeciendo, salí a caminar por uno de los circuitos de hiking del alojamiento (es posible hacer buenas y extensas rutas de hiking desde el mismo hotel, pues el terreno da hacia los cerros del valle). Mirar el atardecer, solo, escuchando solamente los pájaros y los grillos, fue un primer buen atisbo de lo que esperaba mañana.
El alojamiento mantiene una estética respetuosa con el medio ambiente, sin transar en la comodidad. Dormí plácidamente, salvo con la visita en el baño de algunos saltamontes (que me visitaron cada noche; afortunadamente fue a mí, a mi amigo más citadino lo dejaron muy en paz en su habitación), y tras un abundante desayuno con productos locales y elaborados en el mismo alojamiento nos fuimos a explorar el área. Hoy dividiríamos el día en dos actividades: una caminata hacia los pequeños cerros del lado oeste del pueblo y la visita misma al pueblo.

Por cierto, para los amantes del hiking Vilcabamba ofrece muchas opciones, siendo las más famosas la visita al Cerro Mandango (que puede ser por libre, pero se recomienda que un guía acompañe: la subida no es tan fácil como parece ni tan breve como muestra el mapa) y la Cascada El Palto, al sur y al este del pueblo respectivamente. En nuestro caso, solo haríamos la de hoy cerca del pueblo, y al día siguiente yo visitaría el Parque Podocarpus (un error en la organización de los días me dejó sin subir al Mandango, pero a la vez es el pretexto perfecto para volver a Vilcabamba, y por supuesto que lo haré).

Salimos del alojamiento (donde nos entregaron unos mapas de las rutas posibles) y caminamos hacia el norte, en dirección al pueblo, para llegar a una especie de suburbio muy sencillo que recorrimos al completo. Sus calles son pequeños pasajes, algunos pavimentados con piedras de la zona entre las que emerge la hierba y otros abiertamente de tierra, donde vimos a la amable gente local en su cotidianeidad, yendo a sus campos a trabajar la tierra, y los niños jugando fútbol aprovechando sus vacaciones. Tras salir de la comunidad, cruzamos la carretera para internarnos en el inicio del sendero que nos llevaría unos kilómetros al oeste y luego al norte, hasta encontrar un puente que cruza el río, para volver a la zona urbana por el lado norte de Vilcabamba.
En la ruta, en un camino de tierra combinado para senderistas y vehículos, nos encontramos con otra cara de la zona, con villas, que es como llaman a algunos hoteles sobrios pero con ciertos lujos. Hombres caminaban con su ganado, ya sea algunos chivos o algunas vacas y un par de toros que, si bien intimidaban solo con su presencia, rápidamente se hacían a un lado para dejarnos pasar. La vegetación se iba transformando de un verde terroso a un verde más marcado, y con follaje más abundante a medida que nos acercábamos al río. Era, además, una subida que apenas se sentía, es decir, ideal para aclimatarse (son 1.500 msnm) antes de otras rutas más exigentes. Sin embargo, nuestra sorpresa fue llegar a un portón que bloqueaba el camino e impedía continuar. Seguramente podríamos haberlo saltado o abierto (no había candado), pero optamos por la prudencia y no arriesgarnos, ya que no habíamos averiguado bien el detalle de la ruta. Así que hubo que retroceder el camino andado, ya en bajada que lo hacía más rápido.

Llegando al camino principal, tomamos la ruta directa al pueblo, que estaba a 10 minutos más caminando. Vilcabamba tiene dos plazas principales: el parque central, hacia el este, y el área del mercado y la central de transportes, que es donde llegamos desde Loja (y a donde vamos ahora a pie). Había vida, y ya se podía percibir la atmósfera: estaba el mercado, mayormente con frutas y verduras de la zona, en puestos establecidos, y otra área de toldos y mantas, en una especie de mercado informal periódico, en donde también vendían productos locales, pero no solo vegetales sino también miel, café y chocolate. No pude resistirme, y mi primer paquete de café ecuatoriano fue comprado en ese momento, a precios que no existen ni de cerca en Chile (donde el café de grano aún es un lujo y, en ocasiones, una extravagancia, en oposición a la altísima popularidad de Nescafé y Starbucks). Me llamó la atención la gente: si en la zona de puestos establecidos había solo gente local, mayormente mujeres adultas, en la zona inferior de mantas había mayor diversidad entre locales y nuevos habitantes del pueblo.
Y ahí hay uno de los elementos ‘críticos’ respecto a Vilcabamba y la zona, que merece un paréntesis. Algunas áreas de América Latina se han convertido desde hace muchos años en paraísos de jubilación o paraísos hippies, ya sea de estadounidenses en el primer caso como de otros latinoamericanos en el segundo. Ambos representan un desafío (si no un problema) para las comunidades locales: la pérdida del encanto original que hace al lugar un espacio atractivo, alza de precios tanto en los bienes raíces como en los alimentos, desplazamiento de las comunidades producto de la gentrificación, llegada de otras costumbres que perturban la armonía local (ruidos, drogas, otras costumbres). San Miguel de Allende y San Cristóbal de Las Casas en México (ambos lugares que, de todos modos, adoro) y Cuenca en el mismo Ecuador son algunos ejemplos conocidos de este fenómeno. Vilcabamba, en cierto modo, también lo enfrenta de manera aún incipiente (la dificultad de llegar es un protector evidente) y, al planear mi viaje, temía encontrarme con un pueblo en tensión debido al turismo y la llegada de nuevos habitantes (no obstante, aceptando que es parte de lo que ocurre en lugares encantadores).

Pero mi miedo se disipó y se transformó, sensibleramente hablando, en tranquilidad. No había invasión foránea. No había hippismo distorsionador. Había foráneos adaptados y respetando la cultura local. O al menos eso me pareció. Esta escena cotidiana del mercado decidimos paralizarla por un momento para instalarnos en una pequeña cafetería frente a la plaza para hidratarnos. Dos cafés, deliciosos, en base a granos de café local, y dos jugos, de mora y fresa, tan intensos en sabor, fueron la merienda ideal para esa media mañana. Y confirmando la correcta influencia cultural capitalista en el pueblo: una cafetería encantadora, relativamente moderna, pero atendida por sus dueños, un matrimonio vilcabambino.
Es necesario otro paréntesis: ¿por qué llegué, informativamente, a Vilcabamba? El pueblo es famoso formalmente por la longevidad de sus habitantes. No es extraño encontrar en el valle personas que sobrepasan los cien años, y en buenas condiciones de salud. Quizás son sus características climáticas, o las propiedades de sus productos agrícolas, o la armonía y paz de la zona, en un país que ha sufrido momentos de inestabilidad. A Vilcabamba, si se le conoce, es por su esperanza de vida. Tras ello, por sus paisajes y, lo confirmé en ese momento, sus alimentos. Se sabe que el chocolate ecuatoriano es de altísima calidad, si bien es el área central la que destaca en la producción de cacao, pero también su café, opacado en fama por el colombiano, es de altísima calidad. El café ecuatoriano es un café intenso, y de producción aún más artesanal, lo que se puede ver en el área de Vilcabamba, donde se puede visitar algunas pequeñas granjas cafetaleras.
Tras reponer energías, abrigarnos con el café del frío de las montañas y disfrutar del encanto del pueblo, procedimos a adentrarnos un par de cuadras al este para visitar el parque central y la iglesia principal del pueblo. La iglesia es sencilla, verde agua, y que en ese momento estaba abierta para poderla conocer por dentro. Siendo diciembre, la iglesia estaba en modo navideño, decorada con el pesebre y muchas luces de colores. Fue el primer acercamiento a la estética navideña ecuatoriana, que en las otras ciudades podríamos confirmar, con bastante colorido y grandes figuras, mayormente religiosas y no del Viejito Pascuero, como llamamos a Santa Claus en Chile. El parque, aún tranquilo, pero recordamos que en la cafetería nos dijeron que en las tardes se llenaba de personas y actividades.

Antes de ir a almorzar, decidimos visitar las calles secundarias del pueblo. Las casas mantienen una estética tradicional, sin mayor restauración pero sin necesitar de ella, dando a entendernos que Vilcabamba aún es un pueblo con el turismo muy controlado y con sus nuevos habitantes viviendo en otras áreas, quizás menos urbanas, de la zona (al día siguiente recordaría esa reflexión cuando, conversando con un matrimonio mayor estadounidense en el bus desde Loja a Vilcabamba tras visitar Podocarpus, me comentaron que ellos vivían a 10 minutos en camioneta de Vilcabamba, en una casa que ellos se construyeron en un terreno que pudieron comprar). El comercio está mayormente enfocado en las necesidades de la población local y no del turista, y por lo mismo hay muy pocas agencias de excursiones (enfocadas mayormente en cabalgatas). Quizás con la pandemia y el cierre del turismo algunas tuvieron que cerrar, pero no fue esa la impresión que tuve. Y, de paso, nos enfrentamos a un nuevo dilema: el dinero.
Ecuador está dolarizado. Además, es un país conveniente para el turista en términos económicos, ya que los precios son bastante más bajos en comparación con Europa, Estados Unidos e incluso Chile, Perú y Brasil. Pero ello genera que, si uno va con dólares, como fue el caso de mi amigo, estos posiblemente sean de una denominación alta, que no van a poder usarse fácilmente. Después de varios intentos, el primer lugar donde le aceptaron pagar con U$100 y recibir bastante dinero de vuelto en sencillo fue en una farmacia. Recomendación: cambiar dinero en el aeropuerto (nosotros, eso sí, llegamos a las 3:00 am, y las casas de cambio estaban cerradas), viajar con denominación pequeña o retirar dinero en algún banco o en un cajero automático en Loja u otra ciudad grande.
Tras sencillar, era la hora del almuerzo. Los restaurantes del pueblo son mayormente pequeños negocios familiares, con comida local y productos de la zona, más ingredientes típicos de la gastronomía ecuatoriana como el arroz, los porotos (habichuelas o frijoles) y el plátano (o banano). Optamos por un lindo local en una de las esquinas de una de las calles frente al parque central. Y acá tuvimos la primera ‘crisis’ lingüístico-cultural: la sopa de guineo del menú de entrada. “¿Qué es el guineo?” preguntamos. “El guineo es… ¡guineo!” nos respondió, amablemente, el camarero, sin lograr explicarse con claridad para este par de turistas. Lo acompañé a la cocina a ver el guineo, y era un tipo de plátano. Ese día no había comida a la carta: era el menú del día o el menú del día. Yo, feliz con él. Mi amigo, feliz con las patatas fritas que compraría después en el almacén. De entrada, sopa de guineo. De fondo, arroz con porotos y plátano frito, acompañado de pollo. Muy sencillo, muy delicioso, muy auténtico. Y muy abundante. Nos llamó la atención que éramos los únicos turistas formales en ese momento, no solo en el restaurante sino en el pueblo. Turismo latinoamericano de pandemia.

Tras el almuerzo, fuimos al local de al lado a comer el postre y tomar el café. No había mucha variedad de pasteles, pero no importaba: todos se veían deliciosos. Pasteles de café, de chocolate, de frutos secos. Habría pedido todos, pero ya estaba satisfecho por el almuerzo, así que solo pedimos dos de ellos, que estaban fantásticos. Y el café, igualmente perfecto. Mientras hacía el pedido en el mostrador, aproveché de conversar un poco con la señora del local. Muy amablemente me explicó que efectivamente había pocos turistas, pero esperaba que con la apertura de las fronteras volvieran. Que el turismo de Vilcabamba era mayormente extranjero, muy poco turista local llegaba allá. Y que, durante el confinamiento, la comunidad trabajó unida para enfrentar sus consecuencias. Estaban orgullosos de que llevaban varios días sin casos activos de personas con COVID. Que habían trabajado duro para cuidarse entre ellos, y que esperaban que los turistas fuéramos conscientes de ello.
Por cierto: todo lo narrado fue hecho portando una mascarilla. El confinamiento en Chile, y las medidas de protección, fueron durísimas y, personalmente, me pareció lo adecuado. Nuestros sistemas de salud en América Latina son frágiles, había que evitar que colapsaran. Y, como viajero respetuoso y emocionalmente involucrado con Ecuador, no iba a ser portador de ningún virus que dañara al país. El intercambio entre el país y nosotros solo debía ser entre elementos positivos, como finalmente lo fue. En esas semanas escuché muchas historias de los estragos del coronavirus, que quedarán para otra entrada.
Después de esta dulce sobremesa, mi amigo estaba cansado. La altura le estaba pasando la cuenta. Lo dejé en la cafetería, tomando esta vez un exquisito chocolate caliente que aproveché de probar cuando se lo llevaron, y yo me fui a la zona comercial del pueblo al este del parque central. Había visto varios paquetes de café de plantíos locales. Por menos de U$1, sin regatear, compré mi segundo paquete de café. En Vilcabamba, al parecer, no se comercializa mayormente café de grandes empresas, solo de pequeños productores. No sé si es coincidencia o planificado, pero me encantó que fuera así. Habría comprado todos, pero el viaje estaba empezando, no llevaba una maleta grande y la aduana de Chile me habría puesto problemas si llevaba más de 5 kilos (pero, de todos modos, los días siguientes seguí comprando, y también increíbles barras de chocolate: no puedo volver a Chile sin café y chocolate de países productores).

Cruzando el parque central pude ver que, efectivamente, la vida estaba empezando a activarse. Había niños jugando, corriendo en el parque. Había juegos para ellos, caballos electrónicos a los que podían subirse. Había hippies argentinos vendiendo su artesanía en su combi. Había muchos adultos mayores sentados conversando. Yo también me senté. Quería conversar. En mi experiencia, siempre al turista que está solo se le mete conversa. No fue la excepción. Por qué estaba acá. Cómo había llegado. La pandemia en Chile. Qué se decía de Ecuador en mi país. Cómo me habían tratado los ecuatorianos. Todo en un tono amable, cordial, natural. Que me fuera bonito en el resto del viaje. Que qué bonito que hubiera querido visitar Vilcabamba. Gracias, Vilcabamba, por la calidez de tus personas.

Volví donde mi amigo, y caminamos hacia la estación de taxis, que realmente son unas camionetas las cuales nos devolverían a Izhcayluma. Al día siguiente yo volvería a Vilcabamba, primero para mi excursión en Podocarpus y luego para disfrutar el pueblo en su cotidianeidad (y beber y comprar más café). En tres minutos ya estábamos en el alojamiento, listos para un masaje. Elegí este hotel porque parecía tener una identidad hippie chic muy seria y profesional que me acomodaba, con armonía con el paisaje en el que se encontraba. Mis expectativas fueron chicas frente a la realidad: un entorno grande y apenas intervenido y de manera ecorresponsable, un área de masajes, un área de yoga, una pequeña piscina selvática y una comida exquisita. El masaje fue perfecto para recuperarnos del paseo de hoy y las aún pesadas 21 horas de viaje del día anterior. Mirar el atardecer en los cerros, con un libro reposando en la hamaca en el balcón de mi habitación. Una cena rica y el alma plena de un día redondo. Al día siguiente, Podocarpus.
Vilcabamba no es solo el pueblo, sino el valle y los pueblos cercanos. Al norte está Malacatos, que, si bien podría decirse que es más auténtico que Vilcabamba, eso sería injusto, pues Vilcabamba sí es auténtico. Estando allá envidié a los estadounidenses que se jubilan allá, una sana envidia pues qué ganas de hacer eso mismo en el futuro. Es seguro que volveré a Vilcabamba, pese a que no es fácil llegar. Pero iría por una temporada más larga, quizás una semana para recorrer, pausadamente, los otros senderos que tuve que descartar (Mandango, me dolió no subir, pero fue el señuelo emocional perfecto para querer volver sí o sí). En una primera visita, tres noches está muy bien, llegar allá requiere tiempo y realmente Ecuador, que no es un destino evidente desde fuera de Sudamérica, ofrece muchas opciones. En una segunda o tercera visita, es posible extenderla. Mi plan próximo soñado sería visitar el norte de Perú, las mencionadas Tarapoto y Chachapoyas, y cruzar en bus hacia Ecuador. E, idealmente, trabajar digitalmente desde allá (la calidad del internet, excepcional, pude trabajar un par de horas sin ningún problema, y mis contrapartes en Chile envidiaban el escenario montañoso tras de mí).

Vilcabamba es la tierra de la longevidad. En ella, el respeto a los mayores es importante. Es admirable, enriquece. Mi experiencia me mostró que los nuevos habitantes mantienen ese valor. Que así siga siendo. Nos vemos pronto, Vilcabamba.