Una ruta por México suele concentrarse en Yucatán. Si el tiempo lo permite, puede extenderse a Chiapas o a Ciudad de México y sus alrededores. Todos ellos, lugares maravillosos. Zacatecas, en la zona centro norte del país, también lo es, pero más allá del turista local no se la conoce ni visita tanto. En este sexto viaje a México, el lugar con más sellos en mi pasaporte, quería saldar la deuda conmigo mismo de hacer la ruta del país que llevaba años definiéndose, queriéndola, y que por distintas circunstancias se me escapaba.
Zacatecas tiene elementos del centro y del norte de México, por eso es posible considerarla como el portal entre ambos. La definición de esta ciudad se construyó en mi imaginario a partir de la ficción, caricaturas, telenovelas, películas, que durante la infancia consumí (resabios de la programación televisiva chilena de la incipiente postdictadura), y se consolidó con la promesa discursiva de un efímero romance de verano de visitar esta ciudad, patrimonio cultural en su familia y de la humanidad, cuando volviera a México. Palabras del momento, volví varias veces al país, no nos volvimos a ver, pero doce años después materialicé ese recuerdo y llegué a Zacatecas, después de ocho horas en dos buses y una espera.

Para llegar a Zacatecas es posible volar desde Ciudad de México, pero una forma recomendada (que fue la que hice yo) es hacer una ruta terrestre desde la capital por el interior del país, en la que es posible visitar magníficos lugares como Querétaro, San Miguel de Allende, Morelia o Guanajuato, entre otros. En mi caso, tomé un bus desde esta última ciudad hasta León, donde combiné con otro bus hacia Zacatecas. La otra ruta terrestre tradicional es viajar desde Guadalajara. Por cierto, los autobuses en México son excelentes, muy cómodos, modernos, puntuales y limpios, y las carreteras están en excelentes condiciones.
La ruta desde León, haciendo una parada en Aguascalientes, es un espectáculo en sí. Se puede ver la transición paisajística y urbana, ya que la cantidad de pueblos que se cruzan va disminuyendo progresivamente a medida que la carretera avanza hacia el norte, a la vez que la predominancia de matorrales verdes sobre la tierra se desvanece y el paisaje semidesértico, con distintos tonos de color café, formaciones rocosas, cactus y cerros imponentes se torna en la escena más visible. Viajando estas horas en bus me sentí dentro de la novela ‘Los detectives salvajes’ de Roberto Bolaño, confiado y confiando en que no me ocurriera el mismo destino que a los personajes de la novela.

Zacatecas es en realidad dos ciudades, ambas interesantes: la ciudad homónima, que es la histórica, y la ciudad de Guadalupe, al este. Por circunstancias de tiempo solo visité la ciudad principal, su centro y sus atractivos cercanos, quedando con las ganas de volver al norte mexicano y, además de visitar Guadalupe, ir a otros lugares cercanos como Sombrerete, Pinos, Jerez de García Salinas y, en especial, llegar hasta Durango, la próxima capital estadual hacia el norte, y que vaticina una nueva visita a México.
Mi llegada, a las 16:00, fue puntual, como todas mis experiencias en autobuses hasta ahora (y en adelante). Nos estacionamos en la terminal terrestre, en la zona sur de la ciudad en el límite del radio urbano, tomé un taxi hacia el centro y, en el camino, conversamos con el amable conductor sobre las fiestas de fin de año en la ciudad (era 22 de diciembre) y los deportes (pese a ser el fútbol el deporte más popular en la ciudad, Zacatecas no ha tenido un equipo de fútbol en la primera división). Tras dejar mis cosas en el hotel, quería dedicar el resto de la tarde a pasear sin rumbo por las calles de la ciudad, optando por, el día siguiente, hacer el circuito de visitas que tenía planificado.
Zacatecas tiene una particularidad urbanística: es la única ciudad grande de México que no tiene una plaza central a partir de la cual se organiza el resto de la ciudad. Me enteré posteriormente de que Zacatecas no fue una ciudad planificada como tal, sino que se formó espontáneamente a partir del trabajo en las minas de plata de la zona, y cuya influencia es ostensible hasta el día de hoy (de hecho, acá esperaba comprar el collar de plata que quería llevarle de regalo a mi madre). Mi hotel, Reyna Soledad, estaba ubicado, óptimamente, a un costado de la catedral, en una calle paralela a la principal, por lo que además tenía muchísima tranquilidad, dada la atmósfera festiva de diciembre y las ferias familiares nocturnas.

Dicha catedral, la Basílica de Nuestra Señora de la Asunción, es lo que podría denominarse como el punto cero de la ciudad, y si bien carece de una plaza central sí tiene una plaza más pequeña lateral. La catedral es imponente y posiblemente de las más bonitas del país. Está construida con cantera rosa, un material muy popular en los cerros de la zona, y está en estilo churrigueresco, propio del barroco colonial. Además del hermoso color de la catedral, lo que la hace impresionante es la cantidad de figuras esculpidas a la perfección en su fachada central.
Lo único que podría considerar desafortunado, siendo quisquilloso, es la dificultad de capturar con la cámara fotográfica una imagen perfecta de la catedral, ya que, al no tener una plaza frente a su fachada, la distancia mayor en la que el lente de la cámara la puede capturar es solo la vereda opuesta a la calle, no superior a los 8 metros. Afortunadamente mi ambición fotográfica es baja, por lo que no me compliqué mayormente en tomar las fotos de rigor, para, al contrario, preservar en la retina la experiencia real de la catedral. Sin embargo, la imagen externa no se condice mucho con la experiencia interior de la catedral, que da cuenta de una iglesia más moderna que no me llamó la atención mayormente, ni me animó a volver a entrar al día siguiente.
Al lado norte de la catedral hay una plaza lateral, que en esa época estaba llena de juegos para niños, a modo de feria navideña. Como no tengo hijos, no me detuve mayormente allá y decidí andar hacia el norte del centro de la ciudad, en sus calles angostas con veredas aún más angostas y unas fachadas con una identidad propia. Sucede que en la ciudad los negocios no ponen letreros con sus nombres, sino que estos aparecen dibujados en la parte de arriba, con letra negra y una tipografía sobria, que dan un aspecto auténtico a cómo podía ser antiguamente la ciudad y toda esta zona. Esa preciosa sobriedad me evocaba las escenas audiovisuales de mi infancia que me motivaron a llegar a esta parte del país, y a ratos me sentía en una ciudad antigua del oeste norteamericano (que en realidad quizás no haya ninguna conexión, pero sí la había en mi cabeza y mi espíritu de extranjero).

Después de haber visitado varias ciudades del centro mexicano, llegar a Zacatecas implicó dejar de ver turistas extranjeros, pero sí bastante turismo local. Se sentía un México más auténtico que quería mucho experimentar. Pero pese a que el foco no son los turistas extranjeros, la ciudad mantiene, al igual que otras del país, un orden y limpieza impecables, y elementos sutiles ornamentales en sus callejones, balcones y luminarias preciosos. Guirnaldas de luces cubriendo callecitas. Globos u otras figuras colgando de ellas. Y, de repente, un par de zapatillas. ¿Zapatillas? Enseguida evoco el mantra: si vez zapatillas colgando de los cables, aléjate, es área de pandillas. Pero ¿a dos cuadras de la calle principal de la ciudad? ¿Y con esta tranquilidad? ¿Seré prejuicioso (y malpensado, qué feo)? Prefiero no confirmarlo, vuelta atrás y de regreso a la calle principal.
¡No había almorzado! ¡Pero son las 17:00! ¡Y no hay nada abierto para comer! O sí, un muy sencillo local atendido por una señora mayor, a quien interrumpí mientras cortaba verduras y veía una telenovela. Muy amorosa, me dice que no la interrumpo cuando, sintiéndome como si estuviera molestando, pregunto si está abierto, y me ofrece la única cosa que tiene en ese momento: gorditas. Antes de este viaje no las conocía, pero desde que las comí mi primer día en este viaje las amé. Son tortillas de maíz con un relleno. Son exquisitas (y si son de masa de maíz azul, además son hermosas). Obviamente me quedo y como unas deliciosas gorditas, mientras veo una adictiva telenovela (¡qué maravilla es la ficción mexicana actual, y cuánto respeto la antigua!).
Sigo andando hacia el norte, pero como ya ha empezado a oscurecer prefiero dejar esta zona para verla más en profundidad al día siguiente. Recorro hacia el sur de la catedral, pero es una zona más comercial que no me llama tanto la atención. Vuelvo al hotel para descansar un rato, y cuando salgo una hora después a comer algo (no había mucha hambre, pero comer en México es una experiencia en sí) me encuentro con un bus turístico nocturno, a muy buen precio. Si bien evito este tipo de actividades full turísticas, en esta ocasión decido dar una vuelta por la ciudad en el bus panorámico, tras una degustación y breve clase de dulces típicos zacatecanos (exquisitos los de guayaba y ágave). El guía en el bus nos pregunta la procedencia a los pocos turistas que estábamos, y, cero sorpresa, yo era el único extranjero, por lo que me convertí en el destinatario automático de mucha información, tanto del guía como de los otros pasajeros, no solo de Zacatecas sino también de Tabasco, Nuevo León y de otros estados.

El recorrido valió la pena. Aprendí sobre la historia de la ciudad, su urbanismo, algunos personajes históricos importantes, que me permitieron comprender mejor mis visitas del día siguiente. Además, desde arriba del bus se podía acceder a otros ángulos fotográficos de la catedral y de otros edificios interesantes. Tras la experiencia, que se toma y se deja frente a la catedral, camino un poco hacia el norte para buscar mi cena en algún carrito de tacos. En sintonía con el ambiente de feria navideña para niños, la mayoría de los carritos tenían cosas dulces o golosinas que no me interesaban, pero en un pequeño local un poco más al norte, justo en la esquina de Avda. Hidalgo con el callejón Osuna, había una larga fila de personas queriendo comprar tacos al pastor, el único producto que vendían, y por ende que, deduje, debían hacerlo a la perfección. El taco al pastor es el taco por excelencia de México, y tiene carne de cerdo, piña, cebolla, cilantro y condimento de achiote. Es una delicia. Y aquí lo fue más aún, excelente decisión la de hacer la fila y esperar, y con precios propios de un carrito callejero. Cena perfecta, que repetí al día siguiente.
Día siguiente que empezaría temprano para buscar mi desayuno en la calle. Que encontré a menos de 20 metros del hotel, llegando a la catedral, con una señora y su canasto: tres tamales, uno rojo (poco picante), uno verde (picante) y uno de mole (chocolatado), deliciosos evidentemente, más atole (una bebida de maíz, agua y leche) de guayaba, igualmente exquisito. La ciudad estaba despertando, entonces tenía las calles prácticamente para mí solo, con muy pocos autos, para caminar y fotografiar a paso lento. Repetí la misma ruta de ayer, pero como los negocios estaban cerrados las fachadas de las construcciones se veían incólumes, sobrias, hermosas.
En esta parte de la caminata destacan algunos monumentos en las calles, como la Fuente de los Conquistadores, el Monumento al Barretero, la Plazuela de García, el Museo Rafael Coronel (de imponente construcción, al ser originalmente un convento, y un atractivo patio anterior). Llegué hasta que el plano empieza a subir por la ladera un cerro, hasta el Templo de Jesús y, como no se veía ya más arquitectura tradicional hacia arriba, di la vuelta atrás para, en lugar de seguir hacia la catedral por la Av. Hidalgo desviarme por la bifurcación hacia arriba al oeste, por la calle Genaro Codina, que no había recorrido el día anterior y que lleva a una zona más apoteósica del casco histórico.

Por esta calle, a la misma altura de la catedral, se llega a la Parroquia de Santo Domingo, imponente por dentro y por fuera y posiblemente el edificio que más me gustó de la ciudad. La ubicación es peculiar, pues la fachada da a una especie de plazuela que no es plazuela, y se entra a la iglesia mediante un par de escaleras. Desafortunadamente (como visita) la parroquia estaba en restauración, con andamios en el interior, pero de todos modos se puede percibir como imponente, muy imponente, pues es insospechadamente bastante grande, oscura y misteriosa, con piso añoso, es decir, con toda la atmósfera de antigüedad de la que carece la catedral. Me encantó.
La calle se bifurca aquí nuevamente, y por ambas se puede llegar a otra zona de plazas y edificios interesantes, como el Museo Pedro Coronel, el Museo Zacatecano, el edificio del Congreso del estado y su plaza, el ex – templo San Agustín, la Plaza Miguel Auza y el tranquilo y bonito Jardín Juárez. Pero mi cabeza ya estaba en ese momento en otro lugar, al que me dirigí enseguida retrocediendo por las mismas calles.
La Mina El Edén y el Cerro de La Bufa son esenciales en una visita a Zacatecas, por lo que representan como topónimo y a nivel histórico. La Mina El Edén tiene dos entradas, una en la parte sur que da hacia la Alameda Trinidad García de la Cadena y otra en la parte norte que conecta con el teleférico que lleva al Cerro de La Bufa. Mi idea era entrar por esta última, pero primero visitar el cerro. Para eso, hay que salir de las calles principales e internarse en un área residencial y subir por sus calles estrechas. O tomar un taxi por estas cuatro cuadras. Yo, andino, lo hice caminando, pese al calor y el miedo a que pudiera aparecer un perro callejero hambreado, que no apareció. La llegada a la entrada de la mina y del teleférico se anticipa por los vendedores que se instalan en la calle que da hacia ella, y pese a que es fácil perderse subiendo, al final se debe llegar sí o sí a este punto, independiente del camino tomado.

El teleférico vale la pena en sí, pues se cruza Zacatecas desde el cerro del oeste, de la mina, al alto cerro del este, de La Bufa, y se observa la ciudad sin centro, de casas de fachadas pasteles sin letreros pero denominadas con letras negras, con serpenteantes calles entre los cerros pequeños. Tras menos de cinco minutos se llega al otro lado, y en el camino hacia los monumentos del cerro observo a un grupo de artesanas vendiendo su arte. No había visto trabajos así, y me parecieron extremadamente lindos, y con mucho trabajo de por medio. Después averigüé que las artesanas pertenecen a la comunidad huichol, que se encuentra en el norte del estado de Zacatecas. Sus trabajos artísticos eran mayormente cuadros hechos de chaquiras, que son pequeñas bolitas de colores, como cuentas, que se unen para formar coloridos mosaicos.

Realmente eran preciosos, y me habría encantado comprar alguno, pero, por un lado, me quedaban muchos días más de viaje, con una alta probabilidad de que el cuadro se me rompiera, y, por otro, imaginaba que los precios no serían bajos, y por ende se escaparía de mi presupuesto (como efectivamente lo era, y con justicia: un trabajo con ese detalle y belleza no merece ser comercializado a precio de ganga, debe primar el precio justo). El Cerro de La Bufa no es solo un cerro. Si bien es en sí un mirador natural desde el que se observa gran parte de la ciudad, en él también hay un santuario, de la Virgen del Patrocinio, y el Museo de la Toma de Zacatecas, en homenaje a la batalla homónima de 1914 en plena Revolución Mexicana. De hecho, el espíritu revolucionario llena por completo la atmósfera del cerro y me hizo permanecer un largo rato en él. Espíritu complementado musicalmente.
Sucede que al recordar Zacatecas, y escribir este artículo, retumba en mí el instrumento, similar a un ukelele, a un charango, a un requinto, a una guitarra pequeña pero que no sé exactamente cuál era, de un caballero mayor que, a la sombra de un árbol y a pasos de las esculturas de Pancho Villa, Felipe Ángeles y Pánfilo Natera, hombres esenciales del periodo revolucionario en esta parte del país, tocaba constantemente, mientras cantaba canciones populares del cancionero local nortino mexicano que yo no conocía.
Tras la visita completa del cerro, decidí sentarme a unos metros de este caballero, y mirar la ciudad mientras lo escuchaba tocar y cantar. El clima caluroso. El cerro con piedras y cactus. La ciudad pastel. La música. El canto, con voz frágil y firme a la vez, de una persona mayor con experiencia de vida, apasionada con su arte, su identidad, su patria, su historia. La piedra de cantera rosa del santuario y del museo. Media hora que asocio con Zacatecas, que consolida el haber valido la pena de llegar a esta parte del país. Le dejo un silencioso billete al caballero en su caja, y, feliz de mí, me conversa. Me pregunta de dónde soy. Me cuenta que es zacatecano, que trabajó en las minas, que siempre ha vivido en Zacatecas y que quiere morir acá. Me transmite, ahora con palabras, su amor por su patria. Inmersión cultural real, inesperada y profunda.

Por cierto, en la parte sur del cerro hay un pequeño sendero que lleva al Mausoleo de las Personas Ilustres de Zacatecas. La breve caminata vale la pena. También es posible subir un poco, en un mini hiking, en las rocas que hay detrás de las estatuas de Villa, Ángeles y Natera. Y en la parte norte, cerca del estacionamiento, hay una pequeña tirolesa que conecta dos cerros, y que atraviesa una zona no urbanizada de la ciudad.
Tras esta experiencia, vuelvo en el teleférico a la mina. Esta visita, que debe ser guiada, también vale la pena, pues se conoce el trabajo de los mineros en la ciudad y la historia minera de ella. La mina en sí funciona como un museo interactivo que la hace una visita, además de interesante, entretenida. También hay una exposición permanente de piedras preciosas de México y de otras partes del mundo, que es bastante completa (y con bonitas piezas). Y, además, tiene un bar que abre algunos días de la semana, al que se accede por la entrada sur. Por cierto, para llegar a esta parte se debe andar en un tren dentro de la mina, ya que la visita se hace en la parte norte, que le da otro elemento entretenido a la visita.

En la mina (nuevamente yo era el único extranjero) conversé bastante con una familia mexicana, de la capital, que estaban recorriendo esta parte del país y que después irían a pasar las fiestas de fin de año con familiares en Jalisco. Como era el último día de ambos en Zacatecas, quedamos de juntarnos en la noche a cenar. Pero llegó la ‘tragedia’ a mi viaje (sí, es una exageración, fue solo una gran incomodidad que activó el plan c). Como estaría casi un mes en México y debía pagar la excursión de 4 días en la selva lacandona en efectivo, decidí no llevar demasiado dinero desde Chile y retirar en los cajeros automáticos a medida que fuera necesitando (es decir, lo que se hace normalmente desde hace ya bastante tiempo).
Pero, desgracia, mis dos tarjetas de débito no funcionaron. Se supone que una está para actuar en caso de que la otra falle, pero fallaron las dos. Y los bancos desde Chile no entienden por qué fallan, que no debería ocurrir. Pero ocurre. Y esa incredulidad no me ayuda en nada. Perdí toda la tarde intentando solucionar este problema, fracasando en ello y perdiendo la cena con la familia. Rabia. Rabia. Rabia. Y con hambre, no había almorzado. Afortunadamente, la taquería del día anterior estaba disponible e igualmente deliciosa. Ración doble, merecida y disfrutada.
Poco más de Zacatecas. Entre la salida de la mina y el desastre de las tarjetas hice las visitas de rigor que quedaban pendientes, pero sin sensaciones especiales. Al sur de la catedral está el Parque Sierra de Alicia, alrededor del cual se encuentran cuatro lugares interesantes. Por un lado, el acueducto, que si bien permanece solo una parte pequeña sí vale la pena mirarlo. Idealmente, se puede entrar al Hotel Quinta Real, que es una antigua plaza de toros refaccionada como hotel, y que en su interior mantiene una parte del acueducto. Y, al otro extremo de la plaza, está el Museo Francisco Goitia, de arte contemporáneo, y, tras él, el Templo de Nuestra Señora de Fátima, una iglesia reciente de construcción neogótica y cantera rosa, que desafortunadamente estaba cerrada cuando la quise visitar (consecuencias aún de postpandemia).

Zacatecas no es exactamente el norte de México, pero sí es una primera aproximación que vale muchísimo la pena. Está fácilmente comunicada con el centro del país, si lo que se hace es un viaje en autobús y como parte de un circuito mayor, es muy amigable con el visitante (bueno, es México, nada es poco amigable con los viajeros).
Con esta parada se cierra el primer tercio de mi viaje, y la mañana del 24 de diciembre tomo un avión hacia Ciudad de México (qué lejos está el aeropuerto de la ciudad, por suerte Uber no es caro allá) para empezar a cerrar este 2021 y prepararme para recibir el año nuevo en la segunda etapa de mi viaje: Chiapas y la selva lacandona (y el estímulo de la banda Jaguares/Caifanes como motivación emocional para venir acá desde mi adolescencia). Volvería a Zacatecas a comprar arte huichol y seguir hacia Durango y conocer la naturaleza de esta área. Nos vemos, entonces.